El Orden Económico Natural: Complemento de la teoría libremonetaria del interés

Hemos considerado al dinero como el capital básico, como precursor general del llamado capital real y sostenido que éste debe su capacidad de producir interés únicamente al hecho de que el dinero, mediante las crisis y los paros forzosos, vale decir a sangre y fuego, prepara las condiciones del mercado requeridas para cobrar un interés correspondiente al interés básico. Hemos de demostrar también, que el interés de los capitales reales es dominado por el interés básico de tal manera, que siempre y necesariamente debe volver a concordar con él si, por una razón transitoria cualquiera, se le hubiese apartado. Pues al decir que la oferta y la demanda determinan el interés del capital real, admitimos con ello, que el interés está sujeto a muchas influencias.

Afirmamos por lo tanto, que cuando por causas ajenas el interés de los capitales reales sube por encima del interés básico, volverá a caer al nivel de éste por razones inevitables y propias de la naturaleza de las cosas. Y viceversa, cuando el interés de los capitales reales cae debajo del interés básico, el dinero lo retornará automáticamente al nivel de aquél. De ahí que el interés básico sea forzosamente el rendimiento máximo y el mínimo que generalmente puede esperarse del capital real. El interés básico es el punto de equilibrio, alrededor del cual oscila el interés de todos los capitales reales.

Y siendo así, será posible también demostrar, que eliminando los obstáculos artificiales puestos por el dinero actual a la formación de los así llamados capitales reales, la oferta de éste, en razón del trabajo desenfrenado del pueblo, y sin intervención de otro factor cubrirá tarde o temprano, la demanda, y lo hará en tal manera, que donde quiera rijan el librecambio y el libretránsito el interés bajará a cero.

(El interés del capital es una magnitud internacional; no puede ser eliminado unilateralmente para un solo país. Si las casas, por ejemplo en Alemania, no arrojasen ningún interés, mientras que en Francia fuera aun posible percibirlo, no se construiría ya ninguna casa en Alemania. Los capitalistas alemanes exportarían sus excedentes adquiriendo letras francesas, con cuyo producto construirían casas en Francia).

Para demostrar esto es necesario comprobar: 1) Que no faltan ni energías ni medios para producir en un futuro no lejano el mar de capitales reales que se requiere para ahogar el interés; 2) que no decrecerán ni el estímulo ni la voluntad de producir capitales reales (inquilinatos, fábricas, buques, etc.) en caso de que ellos no arrojasen interés alguno.

Que el interés de los capitales reales sea susceptible de alejarse en cualquier momento del interés básico, tanto hacia arriba como hacia abajo, es cosa fácil de comprender por el siguiente caso: Supongamos que la peste hubiera devastado las 3/4 partes de la humanidad, entonces la proporción existente entre el proletariado y los capitales reales habría cambiado de tal forma que a cada inquilino corresponderían 4 habitaciones, a cada peón de campo 4 arados, a cada grupo de obreros 4 fábricas. En tales condiciones los capitales reales ya no producirían ningún interés. La competencia entre los propietarios de casas y entre los empresarios deprimiría los alquileres y la ganancia comercial, a tal punto que probablemente ni los gastos de conservación y de amortización podrían resarcirse (1).

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En semejantes condiciones únicamente subsistiría un solo capital: el dinero. Mientras todos los demás capitales hubiesen perdido la capacidad de producir intereses, el dinero no necesitaría reducir sus exigencias de interés, ni aún con la desaparición del 99% de la población. Los productos de los medios de trabajo libres de interés, o sean las mercancías, seguirían pagando al dinero, para su intercambio, el mismo interés, como si nada hubiese ocurrido.

Esta suposición evidencia la verdadera naturaleza del dinero y su relación con los capitales reales.

Y si suponemos que las existencias monetarias no hubiesen sido afectadas por la peste, la desproporción entre el dinero y las mercancías originaría una fuerte alza de precios; pero esas existencias relativamente grandes de dinero no tendrían ninguna influencia sobre el interés mismo, puesto que, como lo hemos demostrado, no puede haber jamás competencia alguna entre los prestamistas. El alza de los precios hasta causaría un aumento del interés bruto (Vea el capitulo 7) Los componentes del interés bruto).

Es natural que en tales circunstancias sería imposible que alguien adelantara dinero para la construcción de una fábrica. Esto sucedería recién cuando por el aumento de la población, por incendios u otras catástrofes, o por la acción destructora del tiempo, la oferta de capitales reales haya disminuido al punto que la relación originaria, y con ello el interés básico, quede restablecido. La razón de ello ya ha sido explicada.

Es decir, entonces, que por acontecimientos extraordinarios el interés de los llamados capitales reales puede bajar en cualquier momento debajo del interés basico; pero las destrucciones naturales a que está expuesto el capital real (véase la estadística anual de buques naufragados y desmantelados, de incendios, de amortizaciones de todas las fábricas, de colisiones de trenes, etc.), conjuntamente con la circunstancia de que el dinero no admite la formación de nuevos capitales reales, hasta tanto el interés de los existentes no haya alcanzado el nivel del interés básico, estos dos factores restablecen necesariamente la proporción pristina entre la oferta y demanda de los capitales reales.

Debemos aun demostrar que el interés del capital real no puede permanecer permanentemente superando al interés básico.

Aceptamos de buen agrado que por circunstancias especiales tal caso pueda producirse, y aun que dure decenios en países con una inmigración relativamente grande, porque ello sería una prueba decisiva de la exactitud de la teoría del interés, según la cual la oferta y la demanda determinan incondicionalmente si los capitales reales producen interés y en qué medida.

Ignoro cuánto corresponde a una familia obrera en Estados Unidos del total invertido en casas, medios de producción, ferrocarriles, canales, puertos, etc. Quizás sean 5.000 dólares, tal vez 10.000. Suponiendo que fuesen sólo 5.000 dólares, los norteamericanos, para procurar casa y medios de producción a más de 100 mil familias de inmigrantes que desembarcan allí anualmente, tendrían que invertir todos los años 5.000 por 100.000, o sea 500 millones de dólares en la construcción de nuevas casas, fábricas, buques, ferrocarriles, etcétera.

Si todos los obreros alemanes emigrasen a los Estados Unidos, se carecería allí de cuanto es menester para albergar y ocupar a esas masas. Tal escasez de fábricas, maquinarias y edificios rebajaría los salarios y elevaría al mismo tiempo enormemente los alquileres. El interés de los capitales reales sobrepasaría en mucho el interés básico.

Este proceso no suele advertirse directamente, puesto que los precios de los capitales reales suben cuando lo hace el interés que producen. Una casa que puede ser vendida en 10.000 pesos cuando

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rinde 500 pesos de interés, vale 20.000 pesos cuando la renta sube a 1.000 pesos. En ambos casos la casa sólo da el 5 %. Se ve, pues, que es el interés básico la medida para la formación del precio.

Debemos ahora estar en condiciones de poder explicar el hecho de que toda elevación de interés básico implica automática, lógica y necesariamente la construcción de nuevas casas, bajo cuya presión (oferta) el interés de las mismas baja nuevamente, dentro de cierto tiempo, hasta llegar al interés básico que es el punto de equilibrio y límite; todo esto tan automáticamente como, en caso contrario, habría subido hasta dicho límite. A este proceso no deben oponerse trabas de índole económica o psicológica. La voluntad y la energía de trabajo, así como la ayuda de la naturaleza deben ser bastante grandes, como para conseguir siempre y en todas partes el capital en cantidad tal que su oferta sujete el interés en el nivel del interés básico.

La frase de Fluerscheim (2): “El interés es el padre del interés”, no es absurda. Quería decir que la carga del interés impide al pueblo producir la oferta de capital real que se precisa para suprimir el interés, lo mismo como la renta impide al campesino adquirir y pagar la tierra arrendada.

Pero la frase: “El interés es el padre del interés”, implica además la aserción de que el crecimiento del interés debería ser también la causa de un aumento siempre en ascenso del interés. Si la ley de gravedad es aplicable al interés cuando éste cae, entonces debería aplicarse también en el sentido contrario, cuando el interés sube. Esta contradicción no puede resolverse con los métodos de investigación empleados por Fluerscheim).

Que es así, lo comprueba el hecho de que los Estados Unidos, en un período de tiempo relativamente corto, pasaron de la demanda a la oferta en el mercado internacional de capitales, que ejecutaron con sus propios medios la gigantesca obra del Canal del Panamá, que con la dote de sus hijas salvan a muchas casas principescas de la ruina y, finalmente, que en el resto del mundo tratan de colocar los sobrantes de sus capitales. Este caso es tanto más convincente, cuanto que la enorme afluencia de inmigrantes enteramente pobres, que recibe el país, había acrecentado la demanda en forma descomunal, viéndose además interrumpida la era progresista por numerosas y devastadoras crisis económicas.

Pero esto sólo es el hecho; falta aún la explicación.

El interés que rinde el denominado capital real, estimula el ahorro, y cuanto más elevado es tanto mayor será el estímulo. Por cierto que cuanto más alto el interés, tanto mayores sus cargas, y a quienes lo pagan les será tanto más difícil formarse un capital mediante ahorros. En efecto, en el estado actual de cosas, las nuevas inversiones de capital se forman en muy pequeña parte con los sobrantes de las clases laboriosas, pagadoras del interés (3). En su mayoría provienen de los excedentes de los capitalistas, que aumentan naturalmente con el acrecentamiento de sus ingresos, vale decir, con el incremento del interés del capital.

Es necesario tomar aquí en cuenta lo siguiente: Las entradas del obrero aumentan cuando el interés del capital baja; en cambio aumentan los réditos del rentista cuando el interés sube. Acerca de los empresarios, cuyos ingresos se componen del propio salario y del interés del capital, el efecto de las oscilaciones del interés es distinto, según la mayor o menor parte que en los tales corresponda al interés o al salario.

Los obreros pueden, pues, ahorrar mejor con la baja del interés, los rentistas, en cambio, con la suba. Sin embargo, sería un error deducir de esto que para el ahorro y el aumento del capital sea indiferente que el interés baje o suba.

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En primer lugar es de advertir que un incremento en los ingresos actúa de diferente modo sobre los gastos, y, por ende, sobre los ahorros del rentista que sobre los del obrero. Para aquél dicho aumento no coincide, como en el caso del obrero, con necesidades cuya satisfacción se ha postergado muchas veces por decenas de años. El rentista se decide al ahorro íntegro de su mayor ingreso fácilmente, mientras al obrero se le ocurre la idea del ahorro recién después de haber satisfecho otras necesidades.

Además, el rentista no puede velar por sus hijos más que por medio del ahorro. Tan pronto su número pase de dos debe aumentar su capital, si quiere asegurarles la existencia a la que los tenía acostumbrado. El obrero no sabe de esas preocupaciones; sus hijos no necesitan de herencia, ya que se mantendrán con su propio trabajo.

El capitalista debe, pues, ahorrar; debe acrecentar su capital (aunque con ello presione el interés), para asegurar a su prole en aumento una vida acomodada sin obligación de trabajar. Y ya que por regla general se ve forzado a ahorrar, es de suponer entonces que empleará siempre los excedentes, acrecentados por el alza del interés, para hacer nuevas inversiones de capital.

Deducimos entonces que una elevación del interés, aunque siempre se efectúe a expensas del pueblo trabajador y del pequeño ahorrador, ha de aumentar más bien que disminuir el monto de los excedentes disponibles en un país para la creación de nuevos capitales reales, y, por consiguiente, que una elevación del interés multiplica también las fuerzas que presionan sobre el interés. Cuanto más alto se remonta el interés, más fuerte es la presión.

No podemos, por cierto, dar aquí ejemplos; no es posible probar numéricamente lo dicho; no se prestan para ello las cifras que nos suministra el patrón oro. Si Carnegie hubiese pagado a sus obreros salarios de un 20 o 50 % mayores, probablemente no habría llegado a reunir nunca el primer millar de sus millones. Pero todas esas usinas de acero que Carnegie creó con su dinero, y que ahora aumentan la oferta de capitales reales, elevan los salarios y oprimen el interés, ¿se habrían construido con los ahorros de los obreros? ¿No hubieran preferido los obreros emplear aquel aumento de salarios para alimentar mejor a sus hijos, construir viviendas más higiénicas, gastarlo en baños y jabón? En otras palabras: ¿Habrían logrado los obreros reunir para la creación de nuevas usinas tantos excedentes como reunió Carnegie con sus moderadas necesidades personales? (En realidad, para mantener la misma relación actual entre la demanda de medios de producción y su oferta, deberían los obreros haber creado una masa considerablemente mayor de capitales reales, pues los salarios bajos provocan hoy una alarmante mortalidad infantil, que la elevación del salario habría disminuído, causando, en consecuencia, un fuerte incremento de obreros y demanda de medios de producción).

Por de pronto, nos sentimos dispuestos a negar rotundamente la cuestión planteada, y al hacerlo nos equivocaríamos enormemente, pues ¿qué ha conseguido Carnegie acumulando capitales reales mediante el ahorro? Ha llevado siempre el interés de esos capitales por debajo del interés básico, provocando una crisis tras otra, destruyendo tantos capitales reales (o impedir su formación) como el buen hombre había reunido por medio de su economía racional. Si Carnegie hubiera distribuido entre sus obreros los excedentes de sus empresas, aumentando los salarios, posiblemente sólo una pequeña parte de esos aumentos habríase destinado a nuevas inversiones; la mayor parte se hubiera gastado en jabón, tocino, porotos, cigarros, etc. En cambio, los intervalos entre una crisis y otra serían más largos; los obreros habrían perdido menos por culpa de los paros forzosos, compensándose así su gasto mayor. Para el interés el efecto habría sido el mismo, vale decir: sin la ahorratividad de Carnegie, o con ella, la oferta de capitales reales estaría hoy al mismo nivel. La diferencia entre lo

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que Carnegie ha podido ahorrar personalmente y lo que los obreros habrían ahorrado de menos, ha sido destruído regular y necesariamente por las crisis económicas.

El instinto de auto-conservación de los capitalistas y su preocupación constante por sus descendientes, los obligan a formar excedentes que produzcan interés. Los deben formar aun cuando sus ingresos mermen, más aún, el instinto de conservación impele al capitalista con mayor fuerza al ahorro, cuanto más baja el interés. Si un capitalista, por ejemplo, quiere compensar, mediante el aumento de capital, la reducción de entradas que experimenta con la baja del interés de 5 a 4 %, tendrá que aumentar su capital en 1/5, ahorrando en sus gastos personales.

Si sube el interés, los capitalistas pueden ahorrar; si baja deben hacerlo. En el primer caso, el resultado será, por cierto, mayor que en el segundo, pero eso no quita importancia al estado de cosas en cuanto al interés. No altera para nada el hecho de que, cuanto más baja el interés, más debe el capitalista restringir sus gastos y emplear sus entradas en el aumento de los capitales reales, aunque su situación premiosa sea, precisamente, una consecuencia de ese aumento de capitales reales.

Para quienes sostenemos estar en la naturaleza de las cosas, que los capitales reales se multiplican hasta su propia destrucción, o sea hasta la total desaparición del interés, el hecho mencionado es una prueba concluyente para lo que vamos a demostrar aún, vale decir, que si el interés baja, no faltarán ni la voluntad ni la necesidad de hacer nuevas inversiones de capital que aplastan el interés, siempre que eliminemos los obstáculos que el dinero tradicional opone a la formación de aquellos capitales.

Bajando el interés de 5 a 4 %, el capitalista debe elevar su capital en un 25 % mediante la restricción de sus gastos personales. En tal caso no construirá el proyectado chalet de veraneo para los suyos, pero, en cambio, edificará un inquilinato en la ciudad. Este nuevo inquilinato oprimirá aún más el interés del capital invertido en casas. En general habría sido más ventajoso para el capital que se construyera el chalet y no el inquilinato. Pero para el capitalista individual sucede al revés.

Si el interés sigue bajando, por la presión de los nuevos inquilinatos, de 4 a 3 %, el capitalista ha de reducir más aún sus necesidades y, en lugar de pagar las deudas de un yerno noble y tronado que tenía en vista, preferirá casar más bien a su hija con un constructor de obras; con la dote levantará inquilinatos que al devengar intereses los reducen también. Y así sucesivamente.

Está, pues, en la naturaleza, en el instinto de conservación personal, vale decir, justamente en el factor más poderoso del hombre, que el capitalista debe emplear de sus entradas un porcentaje tanto más grande, para la inversión de nuevos capitales reales, que a su vez presionan sobre el interés, cuanto más éste descienda.

Expresado en números, obtenemos de lo dicho el siguiente cuadro: Millones El interés que producen los obreros alemanes al 5 %, ha de ser… 20.000 El 50 % de esta suma destinan los capitalistas para nuevas inversiones… 10.000 El resto lo gastan para sus necesidades perso nales. Ahora baja el interés del 5 al 4 % reduciéndose los ingresos a… 16.000 Los capitalistas pierden así… 4.000 Esta reducción de entradas que corresponde a una pérdida de 100 mil millones de capital, obliga a los capitalistas a destinar de sus entradas una cantidad mayor para nuevas inversiones. En lugar de los anteriores 50 % destinarán ahora tal vez el 60 % de sus entradas, disminuidas de 20 a 16 mil millones, para hacer inversiones nuevas, o sea… 9.600

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Pero la disminución de las entradas de los capitalistas significa una correspondiente entrada mayor de los obreros. Si éstos colocaran dicho aumento enteramente en nuevas inversiones rentables por medio de la Caja de Ahorros, entonces la suma originaria de 10.000 millones arriba mencionada y destinada para nuevas inversiones, debido al retroceso del interés que representa un total de 4.000 millones, importaría ahora 4.000 millones por parte de los obreros y 9.600 millones por parte de los capitalistas, en total… 13.600 Pero si suponemos que los obreros ahorrarían sólo una parte de los 4.000 millones de dinero percibidos por la reducción del interés, por ejemplo la mitad, la suma de las inversiones capitalistas anuales provenientes de la reducción del interés de 5 a 4 % aumentaría de todos modos de 10.000 a 11.600 millones.

Y cuanto más baja el interés, tanto más crece la suma destinada para inversiones nuevas que frenan y aplastan el interés. Los capitalistas invierten su dinero por necesidad, los obreros por satisfacer su impulso de ahorro. El carácter de capitalista real lo empuja, diríamos, al suicidio.

Cuanto más baja el interés, tanto más capitales reales se crean en perjuicio del interés, de manera que la ley de gravedad tal vez podría aplicarse a éste recién cuando eliminamos el obstáculo que el dinero tradicional opone a la formación de semejantes cantidades de capitales reales.

Se dice, que cuando el capital real no produce ya interés, nadie construirá ni inquilinatos, ni fábricas, ni minas, etc.; más bien se gastarían los ahorros en viajes de placer que no en levantar inquilinatos, para que otros vivan en ellos sin pagar alquiler.

Pero aquí se exagera el significado de la expresión “libre de interés”. El alquiler de una casa es sólo en parte el interés del capital invertido en la obra. El comprende además la renta territorial, las reparaciones, amortizaciones, impuestos, seguros, gastos de limpieza, de calefacción, vigilancia, equipo, etc. A veces el interés absorbe de 70 a 80% del alquiler, otras veces, por ejemplo en el centro de las grandes ciudades, sólo del 20 al 30 %. Si se elimina, por lo tanto, el interés enteramente del alquiler, queda, sin embargo, un remanente en gastos bastante grande como para impedir que todo el mundo pretenda para sí un palacio.

Lo mismo sucede con los demás capitales reales. El que los utiliza debe afrontar además del interés, otros desembolsos considerables para la conservación, las amortizaciones, la renta territorial, seguros, impuestos, etc., desembolsos que generalmente equivalen al interés del capital, cuando no lo exceden. El capital invertido en casas es el que en este caso se encuentra en situación más favorable. En 1911, en Alemania, 2.653 sociedades anónimas, con un capital de 9.201 millones de marcos, habían amortizado cerca de 440 millones, o sea término medio el 5 %. Sin las reparaciones anuales (aparte de las renovaciones) no quedaría en 20 años nada del capital mencionado.

Pero tampoco en otro sentido puede subsistir la objeción, ni tampoco frente a las personas que hasta la fecha vivían de sus rentas.

Dado que estas personas ya están obligadas a vivir con mayor economía por el retroceso del interés, con más razón tendrán, una vez que el interés desaparezca del todo, que cuidar de insumir lo más lentamente posible el resto de su haber, ya que éste perdió su carácter de capital. Y esto lo consiguen no gastando más que parte de las amortizaciones anuales de su capital para las propias necesidades, destinando, en cambio, el resto de nuevo a la construcción de casas, buques, etc. que, aunque no les rindan interés, los aseguran contra pérdidas inmediatas. Si guardasen el dinero (libre-moneda) no

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sólo dejarían de percibir el interés, sino sufrirían todavía pérdidas. Por la construcción de nuevas casas estarían a cubierto de tales pérdidas.

Del mismo modo, por ejemplo, el accionista de una compañía de navegación que, supongamos el caso, ya no puede esperar dividendos, no exigiría por ello, que se le devuelva íntegramente el monto de las amortizacíones, con las que la compañía construye hoy día los nuevos buques. Más bien se conformaría con una parte, postergando todo lo posible el día en que le sea pagado el resto de su fortuna. Se construirán, por lo tanto, siempre buques nuevos, a pesar de que no arrojen intereses, sino tan sólo amortizaciones. Por cierto que finalmente también caería en ruinas el último buque de la compañía de navegación, a no ser que otras personas tomaran el lugar que anteriormente había ocupado el ex rentista, mientras percibía las amortizaciones, es decir, si no hicieran los obreros librados del yugo del interés lo que los ex rentistas ya no pueden hacer. Aquella parte de las amortizaciones que gasta el rentista, será, pues, reintegrada por los que ahorran, aunque lo harán sólo con el fin de poder vivir y gozar de las amortizaciones, una vez que hayan llegado a la vejez.

No es, pues, necesario que las casas, fábricas, buques, etc. produzcan interés para atraer de todas partes los medios para su construcción. Esas cosas se revelarán con la implantación de la libre- moneda como el mejor medio de conservar los ahorros para toda persona ahorrativa. Al invertir el dinero sobrante en casas, buques y fábricas, que si bien no dan interés se traducen en amortizaciones, ahorran los gastos de cuidado y depósito de esos excedentes, y eso desde el día en que se haya producido el excedente hasta el momento en que ha de disfrutarse de él. Y como entre esos dos extremos median muchas veces décadas (por ejemplo en el caso del joven que ahorra para su vejez), son grandes las ventajas que dichas inversiones monetarias ofrecen a todas las personas ahorrativas.

El interés es seguramente un estímulo especial para quienes ahorran; pero necesario no lo es. El instinto del ahorro es aun sin el interés suficientemente vivo. Además, por más fuerte que sea el interés como estímulo de ahorro, nunca lo es tanto como el obstáculo que el mismo interés ofrece a quien quiere ahorrar. Por las cargas que impone hoy el interés, ahorrar significa, para la clase obrera, resignación, privaciones, hambre, frío y descontento. Precisamente por el interés que el obrero debe producir antes para otros, se reduce el producto del trabajo tanto que, por regla general, no puede ni siquiera pensar en ahorrar. De modo que si el interés es un estímulo para ahorrar, es aun en grado mayor, un obstáculo contra el ahorro. El limita la posibilidad de ahorrar a núcleos muy reducídos, y la capacidad de ahorrar a los pocos de entre esos núcleos que poseen el coraje necesario para resignarse. Si el interés baja a cero, el producto del trabajo crece por el monto total de las cargas del interés, y correspondientemente crece la posibilidad de ahorrar. Será seguramente más fácil ahorrar 5 pesos de 200, que no de 100. Además, aquel que ganando 100 pesos ahorraba 10, a expensas del pan de sus hijos, estimulado por las perspectivas del interés, ahorrará con 200 pesos, sin aquel estímulo, si no 110 por lo menos considerablemente más de 10 pesos impulsado por el solo deseo de ahorrar.

En la naturaleza también el ahorro es practicado desinteresadamente. Las abejas y las vizcachas ahorran, no obstante que las provisiones acumuladas no les proporcionan ningún interés, pero sí muchos enemigos. Entre las tribus primitivas se practicaba asimismo el ahorro, aunque el interés sea desconocido allí (4). ¿Por qué ha de actuar el hombre civilizado de manera distinta? Se ahorra para adquirir una casa, se ahorra para contraer enlace, para la vejez, para casos de enfermedad y muchas personas ahorran hasta para su misa de cuerpo presente y su entierro. Sin embargo, éste no produce al muerto interés alguno. Por otra parte, ¿desde cuándo ahorra el proletariado para la Caja de Ahorros? ¿Producía acaso intereses el dinero que guardaba en el colchón? Y sin embargo, tales prácticas de ahorro eran costumbre general hasta hace 30 años atrás. Tampoco las provisiones de invierno no producen interés, en cambio muchas molestias (5).

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Ahorrar significa producir más mercancías que consumir. Pero, ¿qué hace el que ahorra, qué hace el pueblo con esos excedentes de mercancías? ¿Quién cuida estos productos y quién paga los gastos de almacenaje? Cuando respondemos: el que ahorra vende sus excedentes de producción, trasladamos el problema del vendedor al comprador, pero no es posible aplicar esa contestación a un pueblo como unidad.

Entonces, si alguien ahorra, vale decir, si produce más de lo que consume, y luego encuentra a quien prestar sus excedentes con la condición de que transcurrido cierto tiempo le sean devueltos sus ahorros sin interés, pero también sin pérdida alguna, sería este un negocio extraordinariamente ventajoso para quien quiere ahorrar, ya que economiza los gastos de conservación de sus ahorros; dará 100 toneladas de trigo nuevo, siendo joven, y llegando a la vejez recibirá 100 toneladas de trigo fresco y de igual calidad. (Véase capítulo 1) Robinsonada).

La simple restitución de los bienes ahorrados, que se prestaron sin interés, representa, pues, si prescindimos del dinero, un servicio considerable por parte del deudor o prestatario, que consiste en el pago de los gastos de conservación de los bienes de ahorro prestados. Con estos gastos debería cargar el mismo ahorrador, si no encontrara a quien prestar sus ahorros. Es cierto que los bienes prestados no le ocasionan al prestatario gasto alguno de conservación, dado que los consume en el proceso económico de producción (por ejemplo: la semilla de trigo), pero esta ventaja que de por sí le corresponde al prestatario, la transfiere al prestamista mediante el préstamo sin interés. Si los prestamistas fueran más numerosos que los prestatarios, entonces estos últimos se harían pagar el beneficio mencionado en forma de un descuento del préstamo (interés negativo).

De modo que bajo cualquier aspecto que se considere el préstamo libre de interés, no se le hallará obstáculos de orden natural. Al contrario, cuanto más baje el interés, tanto más se trabaja en la construcción de casas, fábricas, buques, canales, ferrocarriles, teatros, tranvías, altos hornos, minas, etc., y este trabajo alcanzará su grado máximo cuando tales empresas dejen de producir interés alguno.

(Para von Boehm-Bawerk es enteramente lógico que un “bien actual” valga más que un “bien futuro”, y sobre esta premisa basa su nueva teoría del interés; y ¿por qué sería ello tan lógico? El mismo da la siguiente, realmente estupenda contestación: “porque se puede comprar vino, que año tras año resulta mejor y más caro” (véase la nota a pie de página (5) en el capítulo 2. El interés básico (puro)). Porque el vino (Boehm-Bawerk no encontró entre todas las mercancías ninguna otra que posea esta cualidad maravillosa), según este autor, automáticamente, sin trabajo, sin gastos de ninguna especie, ni siquiera de depósito, resulte cada año más caro y mejor, ¿Acaso pasará lo mismo con las demás mercaderías: papas, harina, pólvora, cal, cueros, madera, hierro, seda, lana, ácido sulfúrico, artículos de moda, etc.? Si la teoría de Boehm-Bawerk fuera cierta, el problema social estaría completamente resuelto. Sería tan sólo necesario acumular productos en cantidad suficiente (para lo cual la capacidad inagotable de la producción y el ejército de los desocupados se prestaría maravillosamente) y luego todo el pueblo podría vivir de la renta, que arrojarían las mercaderías mejoradas y encarecidas en el depósito, sin trabajo alguno. (Una diferencia en la calidad siempre puede atribuirse económicamente a una diferencia en la cantidad) Por último, porque no ha de poderse llegar también a una conclusión contraria, diciendo: dado que todas las mercancías, con excepción del vino y del dinero, se pudren y destruyen en poco tiempo, por eso, también el vino y el dinero lo harán! Y ese Señor von Boehm-Bawerk era, hasta su muerte en 1914, el investigador más destacado del interés, y sus obras han sido traducidas a muchos idiomas!).

Las preocupaciones del hombre ahorrativo de por sí no nos importan, puesto que sólo queremos dar una teoría básica del interés; pero tal vez contribuirá a aclarar esta teoría, si contemplamos más de cerca tales preocupaciones.

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Supongamos pues que, luego de haber sido eliminado el oro del proceso circulatorio de las mercancías, alguien quisiera ahorrar para poder vivir una vejez sosegada, sin la necesidad de trabajar. Surge entonces de inmediato la cuestión: ¿cómo invertir los ahorros? Desde un principio queda descartada por imposible la acumulación de productos propios o ajenos. Tampoco puede pensarse en atesorar libremoneda. Más convendrían, en primer término, los préstamos sin interés a empresarios, artesanos, agricultores y comerciantes, que desean ampliar sus negocios. Cuanto más largo sea el plazo para la devolución, tanto mejor. Verdad es que nuestro prestamista corre el peligro de perder el préstamo, pero puede hacerse pagar este riesgo cobrando una prima que al fin y al cabo es también la que hoy eleva la cuota del interés en todo préstamo análogo. Ahora, si quiere mayor seguridad contra tales pérdidas, entonces invertirá sus ahorros en la construcción de una casa y el inquilino le irá amortizando con el alquiler paulatinamente los gastos de construcción, tal cual ocurre aún hoy. La clase de la edificación se rige por las amortizaciones que desea obtener. Si se conforma con el 2 % de amortización anual, construirá una casa de material; si necesita el 10 %, entonces invertirá sus ahorros en buques, o adquirirá una fábrica de pólvora si quiere contar con el 30 %. En una palabra: él tiene la opción. Al igual que el despliegue de energías que revelaron los hijos de Israel en la construcción de las piramides puede hacerse revivir íntegramente hoy, después de 4000 años, demoliéndolas, así reaparecerían íntegramente en el alquiler los ahorros depositados en una casa libre de interés, en forma de amortizaciones, por cierto sin interés, pero siempre con la ventaja incalculable de que el ahorrador salva sus ahorros sin pérdidas, cuando no los necesita, hasta el momento en que desea aprovecharlos.

Por lo tanto, el que construye una casa con la intención de arrendarla sin cobrar intereses, se encuentra más o menos en la misma situación, que aquél que presta su dinero sin interés, pero contra prenda y reembolso a plazos.

En la práctica, las compañías de seguros de vida seguramente se encargarán de librar de toda clase de preocupaciones a las personas inexpertas, con pequeños ahorros, construyendo con su dinero casas, buques y fábricas, para pagar, con el fondo de las amortizaciones de estas cosas, una renta vitalicia, concediendo a las personas todavía robustas el 5 % de sus inversiones, y a las ancianas y enfermos el 10 o 20 %. En tales condiciones se habrían terminado los tíos ricos que heredar, ni nadie tendría necesidad de dejar herencia alguna para sus descendientes. El ahorrador disfrutará de su patrimonio en cuanto deja de trabajar, terminando con su muerte este goce. La mejor herencia para todos es librar al trabajo de la carga del interés. El hombre librado de ella no necesita heredar, como el joven resucitado de Nain pudo desechar las muletas. El mismo se crea su fortuna, y con los excedentes alimenta las cajas de las dichas compañías de seguros, de manera que las amortizaciones de las casas, buques, etc., que se pagan a los ancianos con los ahorros de los jóvenes, siempre se complementarán por medio de nuevas construcciones. Las erogaciones para los ancianos serán cubiertas con los ahorros de los jóvenes.

Un obrero ha de pagar hoy los intereses de un capital de 50.000 Marcos (6) invertidos en vivienda, medios de producción, deuda pública, ferrocarriles, buques, negocios, hospitales, crematorios, etc., vale decir, que debe aportar, directamente en forma de descuentos del salario e indirectamente en forma de aumentos de precios de las mercancías, 2.000 marcos anuales como intereses del capital y como rentas territoriales. Sin este tributo la remuneración por su trabajo se duplicaría. Porque si un obrero con 1.000 Marcos anuales de sueldo ahorra 100 Marcos, necesita mucho tiempo para poder vivir de sus rentas, y esto tanto más cuanto que por sus ahorros provoca actualmente las crisis periódicas que lo obligan a echar nuevamente mano a lo ahorrado, si es que no lo perdió entonces en la crisis promovida por su ahorratividad y en la quiebra de su Banco, como tantas veces suele suceder. En cambio, si el obrero por la abolición del interés tiene ingresos dobles, ahorrará en el mismo caso 1.100 pesos anuales, y no 100, y aunque este dinero no aumente “automáticamente” por

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el interés, resultará, no obstante, al fin de los años de ahorro, una diferencia tal entre lo que antes habría ahorrado con el interés y lo que ahorra hoy sin él, que muy gustosamente renuncia a todo interés. Más aún: el incremento sería considerablemente mayor que la diferencia entre 100 (más los intereses) y 1.100, dado que el obrero ya no se verá obligado a holgar durante los períodos de crisis consumiendo sus ahorros.

Todavía nos queda por refutar otra objeción que se hace a la posibilidad del equilibrio entre la oferta y la demanda en el mercado de capitales.

Se sostiene que pudiéndose producir más barato, si se dispone de numerosas y mejores máquinas, cada empresario aprovecharía la baja del interés para ensanchar y perfeccionar su fábrica, resultando que el descenso, y más todavía, la completa abolición del interés originaría en el mercado de capitales una demanda tal por parte de los empresarios, que la oferta jamás podría satisfacerla, de ahí que el interés nunca podría descender a cero.

Conrad Otto, dice (7): “El interés no puede desaparecer por completo. Si, por ejemplo, un elevador sustituye el trabajo de 5 obreros con su respectivo salario anual de 4.000 Coronas, entonces podrá costar por lo sumo 80.000 Coronas, siempre que el interés fuera el 5 %. Si éste bajara supongamos a 1/100 por ciento, la instalación podría hacerse todavía con ventaja, aun cuando costara 40.000.000 de Coronas. Si el interés bajara a cero, o estuviera cerca de él, entonces la inversión del capital alcanzaría un grado tal, que escapa a toda imaginación. Para ahorrar los manipuleos más simples, podrían instalarse las maquinarias más costosas y más complicadas. Al ser el interés igual a cero, las inversiones habrían de ser enormes, ilimitadas. No hace falta, por cierto, demostrar que esta condición no se ha cumplido hoy, ni se cumplirá jamás en el futuro.” En cuanto a esta objeción contra la posibilidad de préstamos sin interés, cabe señalar lo siguiente: Las inversiones de capital no sólo cuestan interés, sino también gastos de conservación, y éstos son por lo general y en especial modo en las inversiones industriales, muy altos. Así, el elevador de 40 millones de Coronas costaría ciertamente por concepto de amortización y gastos de conservación de 4 a 5 millones al año, pero en tal caso el elevador no tendría que reemplazar a “5” obreros como cree Otto, sino a 4.000 de ellos (800 coronas por cabeza) y aun cuando la máquina no demandara ni un centavo de interés. Luego, si se supone que los gastos de conservación serán el 5 % y las amortizaciones 5 %, un elevador que ha de economizar 5 obreros a 800 Coronas cada uno, no debe costar más que 40.000 coronas (en vez de los 40 millones) de dinero sin interés. Si los gastos de construcción sobrepasan este monto, el elevador ya no cubre los gastos de conservación, y entonces ni será construido, ni habrá demanda alguna por él en el mercado de crédito.

Allí donde no son necesarias mayores amortizaciones, como en ciertas mejoras agrícolas de carácter permanente, son los salarios de los obreros el impedimento que la demanda de préstamos libres de interés crezca al infinito. También en este caso se transforma el problema en una cuestión de renta territorial. Además, ninguna persona particular se dedicará a hacer volar rocas, ni a talar bosques, si el trabajo no le proporciona provecho alguno. Si construye una fábrica o un inquilinato, tiene la ventaja de que por medio de las amortizaciones anuales, las erogaciones le serán gradualmente reintegradas. Es en la esperanza de este reembolso que construye el inquilinato. Como se sabe mortal quiere gozar él mismo de los frutos de su trabajo antes de morir, y por eso sólo puede emprender trabajos que se traducen en las amortizaciones. Si él y sus obras mantienen el paso de las amortizaciones, entonces habrá hecho sus cálculos con acierto, desde el punto de vista de la economía privada. Las obras de valor eterno no son para el individuo, que es mortal, sino para el pueblo, que es inmortal. La colectividad, que es eterna, cuenta con la eternidad y hace volar las rocas, aunque este trabajo no produzca ningún interés, ni se reembolsa por las amortizaciones. Aun moribundo, el viejo guardabosques fiscal sigue haciendo proyectos de mejora forestal. Tales obras

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incumben al Estado, pero éste las emprenderá sólo en la medida que disponga de dinero libre de interés. Vemos, por lo tanto, que tales empresas no obstruyen el camino a la abolición del interés, sino que lo despejan.

Quien ha formulado aquella objeción se habrá olvidado también que, si se trata simplemente de ensanchar una empresa (colocando, por ejemplo, 10 tornos en lugar de 5, o 10 máquinas donde hasta ahora trabajaban 5), la ampliación no puede ser debidamente aprovechada sin el correspondiente aumento del número de trabajadores. La demanda de dinero para la ampliación de una fábrica significa por lo tanto un simultáneo aumento en la demanda de obreros, que por medio del alza de los salarios exigen, neutralizan el beneficio esperado por el empresario del ensanche de su establecimiento. Del mero ensanche, no puede, pues, esperarse una ventaja especial de los prestamos libres de interés, y por eso la abolición no los fomentará en forma ilimitada. El límite está trazado por los salarios que los obreros piden, y ellos son los únicos beneficiarios de la abolición del interés. Y esto es lo más natural, pues la relación entre el empresario y el obrero no se diferencia en el fondo de la relación existente entre los prestamistas y los prestatarios (8) y es también a estos últimos a quienes beneficia el descenso del interés.

El empresario no adquiere el trabajo o la jornada de trabajo, ni tampoco la fuerza de trabajo. Lo que compra y vende es el producto del trabajo; y el precio que paga por él, no se determina por los gastos de aprendizaje, perfeccionamiento y manutención del obrero y de su familia (al empresario no le importa todo eso; lo comprueba el obrero en sí mismo), sino simplemente por lo que paga el consumidor por aquel producto. De este precio el empresario descuenta el interés de las inversiones fabriles, el costo de las materias primas, más los intereses y la remuneración por su propio trabajo. El interés corresponde regularmente al interés básico; la remuneración del empresario está supeditada a la ley de la competencia, como cualquier otro sueldo, y en cuanto a la materia prima que elabora, procede en la misma forma como todo tendero con sus mercaderías. El empresario anticipa, pues, al obrero las máquinas y la materia prima, y del producto del obrero descuenta el respectivo interés; el saldo forma el llamado salario que, en el fondo, no es otra cosa que el precio de la mercancía proporcionada por el obrero. Quiere decir que las fábricas en realidad no son otra cosa sino casas de empeño. Entre un propietario de una casa de empeño y Krupp no existe una diferencia de calidad sino de cantidad. Esta característica de un establecimiento se pone bien claramente en evidencia en el trabajo a destajo. Pero en el fondo cualquier salario es salario a destajo, ya que siempre se determina por el rendimiento que el empresario espera de cada obrero.

Pero aparte de la simple extensión de las empresas, que aumenta la demanda de obreros, existe todavía la posibilidad de mejorar los medios de producción para producir más mercaderías con el mismo número de obreros. Un agricultor, por ejemplo, puede duplicar el número de sus arados; pero entonces deberá duplicar también el número de sus peones. En cambio, si adquiere un arado a vapor, podrá cultivar la doble superficie sin aumentar el número de sus peones.

Tales perfeccionamientos de los medios de producción (que hay que distinguir muy bien del simple aumento de ellos) son siempre buscados, porque al empresario le importa sólo la ganancia líquida (9) y ésta es tanto mayor, cuanto mejores son los propios medios de trabajo comparados con los del competidor. De ahí la carrera de los empresarios tras el perfeccionamiento de los instrumentos de producción; de ahí la demanda de préstamos por parte de los empresarios que quieren demoler su anticuada fábrica, pero no tienen recursos suficientes para levantar una más moderna.

Sin embargo, no se puede deducir de eso que la demanda de préstamos sin interés, para el perfeccionamiento de los medios de trabajo, sea en todo momento ilimitada, y que por lo tanto la oferta jamás podrá cubrir la demanda ocasionada por la abolición del interés. Semejante deducción es

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equivocada, por cuanto el dinero necesario para la adquisición de instrumentos perfeccionados entra en juego recién en segundo término.

Quien hace un cesto hace ciento. Pero si se le ofrece dinero sin interés, con la condición de perfeccionar sus instrumentos de trabajo, para obtener un mayor o mejor rendimiento con el mismo esfuerzo, quedará en contestar. Toda mejora de los medios de producción es el fruto de un trabajo mental, que no se puede adquirir, como las papas, a tanto por kilo. No es cuestión de pedirlo ni siquiera con el dinero más “barato”. Los ciudadanos podrían ganar muchos millones creando innovaciones susceptibles de ser patentadas, pero les falta para ello el ingenio.

Podría ocurrir que dentro de 10 o 100 años los instrumentos de trabajo sean mejorados de manera tal que los obreros produzcan en general el doble, el quintuplo y hasta el décuplo, y cada empresario le urgirá entonces adquirir esos perfeccionamientos. Pero, hoy por hoy los empresarios deben emplear las máquinas que les proporciona nuestra actual técnica atrasada.

Prescindamos de ello y supongamos que alguien inventara una máquina costosa, con la cual pudiera cualquier persona duplicar su producción. Semejante invento causaría en seguida una enorme demanda de préstamos para conseguir la nueva máquina; todo el mundo quisiera comprarla, deshaciéndose de la antigua. Y si antes teníamos préstamos sin interés, esta nueva gigantesca demanda haría reaparecer el tributo. Hasta podría alcanzar, en las condiciones supuestas (que transformarían las maquinarias existentes en hierro viejo), una altura sin precedentes. Pero esto no duraría mucho, pues debido a los nuevos medios de producción, las mercancías abaratadas ahora en un 50 por ciento (no a raíz de un retroceso de precios, sino porque con el mismo trabajo se duplica ahora la producción y con ella puede en el cambio conseguirse doble cantidad de mercancías), permitirían a los ciudadados efectuar ahorros extraordinarios, cuya oferta pronto alcanzaría, y hasta superaría, la descomunal demanda de préstamos.

Se puede, entonces, sostener que toda demanda de préstamos, destinada al perfeccionamiento de los medios de producción, debe originar por sí misma una oferta para cubrirla con gran exceso.

Luego, cualquiera que sea el aspecto bajo el cual quisiéramos considerar la posibilidad de que la demanda de préstamos sea cubierta de tal manera, que a raíz de esta saturación el interés fuera abolido, no hay obstáculos de orden natural que se opongan a semejante saturación, ni por el lado de la demanda, ni por el de la oferta. Basta eliminar el dinero tradicional para tener el camino libre, tanto para los préstamos sin interés como para las viviendas y los medios de producción libres de él. La eliminación del interés es el resultado natural del orden natural, siempre que éste no sea perturbado por intromisiones artificiales. Todo en la naturaleza del hombre lo mismo que en la naturaleza de la economía general, tiende a un aumento continuo de los llamados capitales reales (bienes materiales), aumento que no se detiene aun cuando el interés sea enteramente abolido. Como único perturbador en ese orden natural hemos reconocido al medio tradicional del intercambio que, a raíz de cualidades particulares e inherentes, da la posibilidad de postergar arbitrariamente la demanda, sin perjuicio inmediato para el que posee el medio de intercambio, mientras que la oferta, debido a las propiedades materiales de las mercancías, castiga cualquier demora con penas de toda clase. La economía privada y la pública ya dirigen siempre sus ataques contra el interés; lo vencerían también, si en el despliegue de sus fuerzas no se vieran frenadas de continuo por el dinero.

Ya hemos estudiado esta nueva teoría del interés desde tantos puntos de vista, que estamos ahora en condiciones de plantear y aclarar un problema que de por sí, en el orden lógico, correspondía haberlo colocado al principio de la exposición. He postergado la cuestión intencionalmente hasta ahora, porque su comprensión exacta requiere ciertos conocimientos y cierta perspicacia que, naturalmente, han de suponerse más bien aquí, al final, que al comienzo. 113

Hemos dicho que el dinero, como medio de intercambio, es por eso capital, porque puede interrumpir el intercambio de los productos, y lógicamente debemos afirmar ahora también que, si quitamos al dinero, por medio de la reforma propuesta, su capacidad para tal interrupción, ya no será, como medio de intercambio, capital, es decir que no podrá ya percibir el interés básico. No es posible objetar algo en contra de esta conclusión; es exacta.

Pero si prosiguiendo el análisis, dijéramos: ya que el dinero no puede exigir interés de las mercaderías, será posible contar el mismo día de la implantación de la libremoneda con préstamos libres de interés, entonces esto no sería cierto.

Como medio de intercambio, o sea directamente frente a las mercancías (es decir en el comercio) la libre moneda no será, por cierto, capital como lo son las mercancías unas frente a las otras. Con la libre moneda se intercambian, pues, los productos sin interés, pero en el momento de su implantación hallará la libre moneda condiciones de mercado, creadas por su antecesor, el oro, para el cobro de interés por préstamos, y mientras tales condiciones subsistan, es decir, mientras la oferta y la demanda en el mercado de préstamos (en todas sus formas) permita cobrar intereses, habrá que pagarlo también por préstamos efectuados en libre moneda. Esta, en el momento de su implantación, tropieza con una pobreza general, que es la causante del interés. Tiene que desaparecer primero esta pobreza, lo que no es obra de un día; hay que combatirla mediante el trabajo. Y mientras aquélla subsista, los medios de producción y las mercancías arrojarán interés en todas las formas de operaciones de préstamo (no del intercambio). Pero la libre moneda no impone el interés como condición de su prestación de servicios; ella permite que la economía nacional prospere a raíz del trabajo ya no interrumpido por las crisis; y esta prosperidad es la que hundirá, con toda seguridad, al interés. El interés vive del sudor y de la sangre del pueblo, pero no resiste la grasa, es decir, la riqueza nacional. Para el interés la gordura del pueblo es sencillamente veneno.

Es indudable que la desproporción entre la demanda y la oferta, condición del interés, persistirá aun algún tiempo después de la reforma monetaria, e irá desapareciendo sólo gradualmente. El efecto milenario del dinero tradicional, o sea la escasez de bienes materiales (que forman el capital real), no puede anularse con el trabajo de 24 horas de la imprenta monetaria. La escasez de casas, buques, fábricas, etc. no ha de remediarse con papel-moneda, como sueñan los creyentes fanáticos del dinero de papel y papel-dinero. La libre moneda fomentará la construcción de casas, fábricas, buques, etc. en cantidades ilimitadas; consentirá a las masas populares trabajar a gusto, sudando y maldiciendo la pobreza dejada por el patrón oro. Pero, ella misma no colocará un solo ladrillo. Las prensas que imprimen la libremoneda no llevarán por sí mismas una sola gota al mar de bienes materiales (o sea capitales reales), indispensables para ahogar el interés; éstos deben ser creados primero por el trabajo constante e ininterrumpido, antes de poderse hablar de abolición del interés.

La libertad hay que conquistarla para que sea duradera; y así también es menester luchar, trabajar, esforzarse por la abolición del interés. Con la frente sudorosa debe entrar el pueblo en la casa o en la fábrica libres de interés y formar el Estado sin interés del futuro.

Con respecto al interés, nada digno de mención acontecerá el día en que el oro sea destronado y la libremoneda asuma el cargo de promover el intercambio de los productos. El interés de los bienes materiales existentes (capital real) quedará provisoriamente sin variacion, y hasta los nuevos bienes, que el pueblo creará con el trabajo no obstaculizado, arrojarán interés. Por lo pronto, sólo presionarán sobre la tasa, y eso en la medida en que crezca su cantidad. Si al lado de una ciudad como Berlín, Londres, París, etc., se levanta otra, más grande aún, entonces la oferta de viviendas cubrirá posiblemente la demanda, haciendo bajar su renta a cero.

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Por supuesto que mientras los capitales reales arrojen aún interés y sea posible comprar con dinero mercancías que se dejan aunar para formar nuevos capitales reales que rindan interés, entonces quien necesita un préstamo en dinero habrá de pagar por él un interés igual al que produce el capital real, y eso, naturalmente, de acuerdo con la ley de la competencia.

Los préstamos en libremoneda deberán, pues, producir intereses en tanto lo hagan los capitales reales. Como éstos, que son reducidos en cantidad a causa del dinero tradicional, seguirán siendo durante algún tiempo capital, así también ocurrirá con sus componentes, es decir, la materia prima y el dinero.

Hasta entonces el interés de los capitales reales dependía del interés básico; ahora este último está eliminado y la tasa del interés por préstamos se rige únicamente por el interés que dan los bienes materiales. Se pagará, pues, en los préstamos por dinero el interés, no porque la moneda pueda imponer tal tributo a las mercaderías, sino porque la demanda por préstamos excede aún a la oferta.

El interés básico no era interés de préstamos; el cambio de dinero por mercancías y el tributo percibido en tal caso no tenían nada que ver con el préstamo. Por eso el interés básico no fué tampoco determinado por la demanda y oferta. El productor daba su mercancía a cambio de dinero, hacía una operación de canje, y el interés básico se cobraba porque estaba al arbitrio del poseedor de dinero consentir o prohibir la transacción. El interés básico correspondía a la diferencia de utilidad que el uso del dinero, como medio de intercambio, ofrecía frente a sus substitutos (letras, economía primitiva, trueque, etc.). Ninguna oferta de dinero, por más grande que fuera, pudo eliminar esta diferencia y por ello tampoco el interés.

En lo referente al interés de los bienes materiales, empero tratábase no de un cambio, sino de un préstamo. El terrateniente presta su tierra al arrendatario, el propietario de casas presta su casa al inquilino, el fabricante su fábrica a los obreros, el banquero su dinero a los deudores; pero el comerciante que cobra interés de las mercancías no presta nada, sino que cambia. El arrendatario, inquilino, obrero, deudor, etc., devuelven lo recibido; el comerciante obtiene por su dinero algo muy diferente del dinero. Por eso el cambio no tiene nada que ver con los préstamos; y por eso, también el interés básico está influenciado por factores muy diferentes al interés de los bienes materiales. Y, en realidad, estas dos cosas tan diferentes no deberían designarse con la misma palabra “interés”.

El interés de los bienes reales es determinado por la oferta y la demanda; está sujeto a la ley de competencia y puede ser eliminado por una simple alteración de la relación entre la oferta y la demanda. Jamás sería eso posible con el interés básico. El interés de los bienes reales hasta ahora estaba protegido contra semejante alteración, porque la formación de capitales reales dependía de que ellos rindieran un interés equivalente al interés básico.

Tal resistencia será vencida por la libremoneda, pero todavía subsiste la desproporción indispensable para el interés entre la oferta y la demanda de toda clase de préstamos: préstamos para la construcción de inquilinatos, de fábricas, máquinas, lo mismo que préstamos de dinero.

Mas, la materia para el interés sobre estos préstamos ya no proviene del comercio, en forma de D-M-D , sino de la producción de las mercaderías. Constituye una parte del producto queel empresario con la ayuda del préstamo, sin aumentar los gastos, puede producir de más, y que el prestamista reclama para sí, porque así se lo permiten la oferta y la demanda.

No en la producción, sino en el intercambio de los productos se cobraba el interés básico, y no como parte del aumento de las mercancías, logrado con ayuda del préstamo, sino como parte de todas las mercaderías que estaban pendientes del dinero, como medio de intercambio. Habría sido percibido

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también, aunque todos los obreros hubieran estado provistos con propios e idénticos medios de producción, si todas las deudas hubieran sido saldadas, si cada uno hubiera pagado sus compras al contado, si habitase en su propia casa, si el mercado de préstamos hubiera estado cerrado, todas las operaciones de crédito prohibidas, y la percepción del interés prohibido por la iglesia y por la ley.

La demanda de préstamos, especialmente en la forma de medios de producción, proviene de que con esos medios se logran más o mejores mercaderías que sin ellos. Si el obrero en su demanda tropieza con una oferta insuficiente, tendrá que ceder al prestamista una parte del excedente que espera producir con los medios de trabajo mejorados, sólo porque así lo quiere la relación existente entre la demanda y la oferta. Y esta relación subsistirá aun durante algún tiempo después de la implantación de la libremoneda.

Mientras que el medio de producción sea capital, lo será también el producto del trabajo; pero no en su calidad de mercancía, no allí donde se trata del precio, pues, colocados los unos frente a los otros, los intereses de las mercancías se anularían. Pero fuera de la circulación de las mercaderías, o sea allí donde se tratan las condiciones de un préstamo (no de precios) y no frente a los compradores, sino a los prestatarios, allí sí que el producto del trabajo puede y hasta debe ser capital, mientras lo sea el medio de producción. Todo lo contrario ocurre con el dinero tradicional; éste obtiene su interés del proceso de la circulación y no de los prestatarios. El exprime directamente de la sangre del pueblo. La libremoneda quita al medio de intercambio este poder de exacción, y por eso deja de ser capital, puesto que ya no puede exigir el interés en todas las circunstancias. Corre la suerte de los medios de trabajo, que sólo perciben intereses mientras la oferta sea inferior a la demanda. Cuando el interés de los capitales reales descienda a cero, también será un hecho el préstamo sin interés. Con la reforma libremonetaria desaparecerá el interés básico apenas se enfrenten la libremoneda y las mercancías. La libremoneda, en calidad de medio de intercambio, está al mismo nivel que las mercancías. Es como poner la papa de medio de intercambio entre hierro y trigo. ¿Es posible imaginar que la papa perciba interés del trigo o del hierro? Pero aunque el interés básico desaparezca al regir la libremoneda, no hay ninguna razón para suponer la inmediata desaparición del interés de los préstamos. La libremoneda despejará el camino a los préstamos sin interés, más no puede hacer.

Aquí, en esta distinción entre el interés básico y el interés de préstamos converge como en un foco todo cuanto hemos dicho hasta ahora sobre el primero. Este se había ocultado, hasta la fecha, detrás del interés común de préstamos, su creación. Cuando el comerciante contrae un préstamo, cargando el interés correspondiente como gastos generales al precio de las mercancías, entonces se trata, decíase hasta el presente, de un interés de préstamo; porque el comerciante anticipa dinero a la mercancía, vale decir que le hace un préstamo, y los productores de las mercaderías pagan el interés del mismo. Tal fué la explicación del asunto. Se comprende que el error de esta deducción no escapará tan solo a los pensadores superficiales. La apariencia engaña mucho en este caso. Hay que fijarse bien para descubrir que el interés que ha pagado el comerciante por el dinero prestado no es el punto de partida sino el final de toda la operación. El comerciante recauda en el precio de las mercancías el interés básico del dinero prestado, puesto que no le pertenece, y lo entrega al capitalista. Actúa en este caso sólo como simple cajero del prestamista: Si hubiera sido su propio dinero, habría cobrado igualmente el interés básico, pero para si mismo, y entonces, ¿dónde quedaría el préstamo? Porque tratándose de un préstamo, la prestación y su amortización están separados por el tiempo y segun éste se rige la tasa del interés. Pero en el intercambio de dinero por mercancía, donde se percibe el interés básico, la prestación y la amortización coinciden absolutamente en el tiempo. El préstamo deja acreedores y deudores; del intercambio no queda nada. Uno va a la tienda, compra, paga, se retira, y toda la transacción ha concluido. Cada cual da y recibe en el acto lo que desea. ¿Dónde estaría aquí el préstamo? De éste se habla cuando hay necesidades, penurias, deudas, etc. y, en todo caso, ante la imposibilidad de pagar en el acto, lo que uno desea adquirir. El que compra pan al fiado, porque no puede pagarlo al contado, obtiene un préstamo, y paga el interés en

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el precio más elevado. Pero cuando un campesino lleva al mercado un carro cargado de cerdos para cambiarlos por dinero, no se le puede tachar, por cierto, de hombre endeudado o menesteroso. El prestamista da de su abundancia y el prestatario toma por necesidad. Pero en la operación de intercambio cada uno de las partes tiene al propio tiempo abundancia y escasez; escasez de lo que desea, y abundancia de lo que ofrece.

Luego, el interés básico no tiene ninguna afinidad con el interés del préstamo. Aquél es, como se ha dicho ya, un tributo, un impuesto, un robo, es todo menos una retribución por un préstamo. El interés básico es un fenómeno sui generis, que ha de ser consirado separadamente, como un concepto económico fundamental. El comerciante está dispuesto a pagar interés por un préstamo, porque sabe que lo recuperará en la venta de las mercancías. Si el interés básico desaparece, si el dinero pierde la capacidad de percibirlo, el comerciante ya no podrá tampoco ofrecer interés alguno por un préstamo que necesita para comprar mercancías.

Conviene de nuevo la comparación con el trueque. Por este medio los productos se cambiaban recíprocamente sin interés. Pero si alguien demandaba una mercancía, no en cambio, sino en préstamo, entonces sólo dependía de la relación existente entre la oferta y la demanda de préstamos para determinar si, en general, debía pagarse interés y cuánto. Si era posible alquilar una casa a mayor precio que el importe de las amortizaciones, era entonces lógico que quien alquilaba una casa en sus componentes, (en forma de un préstamo en madera, cal, hierro, etc.), había de pagar también interés por ella.

Las numerosas repeticiones en este capítulo han sido necesarias para evitar el peligro de que el interés básico sea confundido con el interés del préstamo. _______________ (1) En la Argentina, p. e. en los años de crisis de 1890 a 1895 podíase habitar gratuitamente en las casas más lujosas de La Plata. Los propietarios ni siquiera percibían los gastos de conservación.

(2) The Economic Problem by Michael Fluerscheim, Xenia, U. S. A. 1910.

(3) Los depósitos en la caja de ahorros, o sea el capital del proletariado, importaban, en Prusia: Número de Depósitos en millones Término medio Año libretas de Marcos de c/libreta 1913 14.417.642 13.111 909 Marcos 1914 14.935.190 13.638 913 Marcos (35 libretas por cada 100 habitantes).

(4) Ningún negro ni mohicano jamás ha cobrado interés de sus ahorros. Sin embargo ninguno de ellos cambiaría sus ahorros (provisiones) por los ahorros (libreta de la Caja de Ahorros) de nuestros proletarios.

(5) El hecho de que la prohibición del interés, impuesta por los Papas de la Edad Media, no ha dejado florecer ninguna economía monetaria (contribuyó a eso también la escasez de los metales para monedas), demuestra que los que querían ahorrar lo hacían también sin el gozo del interés; ellos atesoraban el dinero.

(6) Alemania con sus 10 millones de obreros (es decir, todos los que viven del producto de su trabajo) produce los intereses de un capital de más o menos 500 mil millones (inclusive la tierra),

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entonces resulta que cada obrero produce, término medio, los intereses de un capital de 50.000 marcos.

(7) Anales de la Economía Nacional y Estadística, tomo 1908 “interés del capital”, pág. 325.

(8) Así ya dijo Eugenio Duehring hace mucho tiempo: “El empresario alquila, por decirlo así, sus establecimientos a los obreros en cambio de una retribución. Duehring llama a ésta retribución beneficio. Marx la llama la plusvalía. Nosotros la llamamos simplemente: interés del capital.

(9) Ganancia líquida, o sea: salario del empresario, o también producto del trabajo del empresario, etc. es lo que sobra, una vez pagados todos los gastos de empresa, incluso el interés. Este sobrante puede considerarse como el beneficio que corresponde por la administración. No tiene nada que ver con el interés común. En las sociedades anónimas esta ganancia líquida la reciben los inventores por sus derechos de patentes, o los directores y trabajadores especialmente idóneos e insustituíbles, en forma de “pingües honorarios” o salarios.

[goodbye]apocalipsis[/goodbye]

 

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